Dice Montaigne que sólo le importan los libros que le enseñan a vivir y los que le enseñan a morir. Algo parecido podría decirse de la música, de las músicas.
Viajábamos de noche de regreso a Madrid después de haber cumplido la última voluntad de un hombre bueno que había deseado que lo enterraran junto a la mujer que fue su esposa y que murió joven, muchos años antes que él. El pequeño cementerio estaba en la cima de una colina, más arriba que las últimas casas del pueblo, extendidas entre la ladera y un valle de huertos y naranjos, regado por el caudal manso de un río. En el atardecer la belleza del paisaje sobrecogía el alma.
Un rato antes nos había conmovido la música de réquiem más simple y efectiva que existe, el doblar de una campana, repitiéndose en esa hora en que declina el sol del verano y el aire limpio se llena de los garabatos acrobáticos y los silbidos de los vencejos.
En el duelo hay siempre una parte de extenuación. Habíamos viajado hacia el pueblo en el calor del mediodía y la siesta de julio y ahora volvíamos después de media noche, con el cansancio de tantas horas en la carretera agravando la irrealidad confusa de la muerte. Me puse los auriculares y empecé a escuchar el Réquiem de Fauré recostado contra una ventanilla, mirando la línea blanca y sinuosa del centro de la carretera, los destellos de los faros en los hitos de los arcenes, la oscuridad un poco submarina del campo bajo la luna en cuarto creciente.
Era mi versión preferida, la de André Cluytens de 1963, con Victoria de los Ángeles y Fischer-Dieskau. Hay partes del luto que está bien que sean ceremoniales y compartidas. Otras han de ir por dentro. Me acordé de la objeción que según Fauré algunos críticos habían puesto a esta música: que más que un réquiem era una nana de la muerte. Cómo no acordarse al escuchar el Pie Iesu cantado por Victoria de los Ángeles con la misma dulzura que puso en la Nana de Falla. Uno cree que conoce bien una música y de pronto comprende que hasta ese momento no la ha escuchado de verdad.
El hilo insomne de la carretera se correspondía con las ondulaciones de la música. El fresco de la noche, el silencio que se adivinaba en ella más allá del ruido del motor del pequeño autobús en el que viajábamos, la oscuridad que no traspasaban los faros, deparaban un sosiego muy semejante al de esas voces y esos austeros sonidos orquestales que sólo yo escuchaba.
No hay condena, sino descanso y disolución, como el sueño acogedor en la alcoba después de un viaje. Y al otro lado del velo del dolor sigue existiendo la belleza del mundo que hace valiosa la vida y triste el irse de ella.
Pero esas verdades las dice mucho mejor el lenguaje de la música.
Antonio Muñoz Molina
E do Youtube, a versão de 1963 de André Cluytens que também é a minha preferida.